El
Presidente de Colombia, D. Juan Manuel
Santos pronunció, al recibir el Premio Nobel de la Paz en Oslo el día 10 de
diciembre de 2016, un excelente discurso del que pueden extraerse muchos
mensajes, consejos y lecciones que, en al actual páramo, pueden tener una gran
influencia e impulsar y animar a quienes se hallan con frecuencia convencidos
de que los imposibles hoy no pueden ser feliz realidad mañana.
Al tiempo
que incluyo en la Web el texto íntegro, publico a continuación algunos párrafos
especialmente relevantes, con el deseo de que fomenten la esperanza y la
perseverancia en muchos lectores.
Ahora ya
podemos expresarnos. Ahora ya, “Nosotros, los pueblos”… tenemos el deber de
actuar responsablemente. “Todo está por
hacer y todo es posible… pero, ¿quién sino todos?”, escribió Miquel Marti i
Pol.
Es
apremiante enderezar múltiples tendencias presentes. Sometidos a “potentes armas de distracción
masiva”, en feliz expresión de Soledad Gallego Díaz, que no me canso de
repetir, es imperativo ser capaces de sustraernos y, con la mirada puesta en
las generaciones venideras, unir nuestra voz a un gran clamor popular para la
transición de la fuerza a la palabra, para dejar de invertir colosales sumas en
armas y gastos militares y poder hacerlo para, todos iguales en dignidad, favorecer
un desarrollo humano y sostenible a escala global.
Ahora, ya
podemos. No tenemos excusa.
Las
palabras del Presidente José Manuel Santos constituyen un magistral estímulo:
“Hace tan solo seis años los colombianos no nos
atrevíamos a imaginar el final de una guerra que habíamos padecido por medio
siglo. Para la gran mayoría de nosotros, la paz parecía un sueño imposible, y
era así por razones obvias, pues muy pocos –casi nadie– recordaban cómo era
vivir en un país en paz.
Hoy, luego de seis años de serias y a menudo intensas,
difíciles negociaciones, puedo anunciar a ustedes y al mundo, con profunda
humildad y gratitud, que el pueblo de Colombia –con el apoyo de nuestros amigos
de todo el planeta– está haciendo posible lo imposible.
La guerra que causó tanto sufrimiento y angustia a
nuestra población, a lo largo y ancho de nuestro bello país, ha terminado.
Al igual que la vida, la paz es un proceso que nos
depara muchas sorpresas.
Tan solo hace dos meses, los colombianos –y de hecho el
mundo entero– quedamos impactados cuando, en un plebiscito convocado para
refrendar el acuerdo de paz con las FARC, los votos del “No” superaron por
estrecho margen a los votos del “Sí”.
Fue un resultado que nadie imaginaba.
Una semana antes, en Cartagena, habíamos encendido una
llama de esperanza al firmar el acuerdo en presencia de los líderes del mundo.
Y ahora, de repente, esta llama parecía extinguirse.
Muchos recordamos entonces un pasaje de Cien
Años de Soledad, la obra maestra de nuestro Premio Nobel, Gabriel
García Márquez, que de alguna manera reflejaba lo que estaba
pasando:
“Era como si Dios hubiera resuelto poner a prueba toda
capacidad de asombro, y mantuviera a los habitantes de Macondo en un permanente
vaivén entre el alborozo y el desencanto, la duda y la revelación, hasta el
extremo de que ya nadie podía saber a ciencia cierta dónde estaban los límites
de la realidad”.
Los colombianos nos sentíamos como habitantes de
Macondo: un lugar no solo mágico sino también contradictorio.
Como Jefe de Estado, entendí la trascendencia de este
resultado adverso, y convoqué de inmediato a un gran diálogo nacional por la
unión y la reconciliación.
Me propuse convertir este revés en una oportunidad
para alcanzar el más amplio consenso que hiciera posible un nuevo acuerdo.
Me dediqué a escuchar las inquietudes y sugerencias de
quienes votaron “No”, de quienes votaron “Sí”, y también de los que no votaron
–que eran la mayoría–, para lograr un nuevo y mejor acuerdo, un acuerdo que
toda Colombia pudiera apoyar.
No habían pasado cuatro días desde el sorprendente
plebiscito, cuando el Comité Noruego anunció una decisión igualmente
sorprendente sobre la concesión del Premio Nobel de Paz.
Y debo confesar que esta noticia llegó como un regalo
del cielo. En un momento en que nuestro barco parecía ir a la deriva, el Premio
Nobel fue el viento de popa que nos impulsó para llegar a nuestro destino: ¡el
puerto de la paz!
Gracias, muchas gracias, por este voto de confianza y
de fe en el futuro de mi país.
Hoy, distinguidos miembros del Comité Noruego del
Nobel, vengo a decirles a ustedes –y, a través suyo, a la comunidad
internacional– que lo logramos. ¡Llegamos a puerto!
Hoy tenemos en Colombia un nuevo acuerdo para la
terminación del conflicto armado con las FARC, que acoge la mayoría de las
propuestas que nos hicieron.
Este nuevo acuerdo se firmó hace dos semanas y fue
refrendado la semana pasada por el Congreso de la República, por una abrumadora
mayoría, para que comience a incorporarse a nuestra normatividad. El largamente
esperado proceso de implementación ya comenzó, con el aporte invaluable de las
Naciones Unidas.
Con este nuevo acuerdo termina el conflicto armado más
antiguo, y el último, del Hemisferio Occidental.
Con este acuerdo –como dispuso Alfred Nobel en su
testamento– comienza el desmantelamiento de un ejército –en este caso un
ejército irregular– y su conversión en un movimiento político legal.
Con este acuerdo podemos decir que América –desde
Alaska hasta la Patagonia– es una zona de paz.
Y podemos hacernos ahora una pregunta audaz: si la
guerra puede terminar en un hemisferio, ¿por qué no pueden algún día los dos
hemisferios estar libres de ella? Tal vez, hoy más que nunca, podemos
atrevernos a imaginar un mundo sin guerra.
Lo imposible puede ser posible.
La victoria final por las armas –cuando existen
alternativas no violentas– no es otra cosa que la derrota del espíritu humano.
Vencer por las armas, aniquilar al enemigo, llevar la
guerra hasta sus últimas consecuencias, es renunciar a ver en el contrario a
otro ser humano, a alguien con quien se puede hablar.
Dialogar… respetando la dignidad de todos. Eso es lo
que hicimos en Colombia. Y por eso tengo el honor de estar hoy aquí,
compartiendo lo que aprendimos en nuestra ardua experiencia.
El primer paso, uno crucial, fue dejar de ver a los
guerrilleros como enemigos, para considerarlos simplemente como adversarios.
Humanizar la guerra no es solo limitar su crueldad,
sino también reconocer en el contrincante a un semejante, a un ser humano.
Por eso este premio lo recibo en nombre de cerca de 50
millones de colombianos –mis compatriotas– que ven, por fin, terminar una
pesadilla de más de medio siglo que solo trajo dolor, miseria y atraso a
nuestra nación.
Y lo recibo –sobre todo– en nombre de las víctimas; de
más de 8 millones de víctimas y desplazados cuyas vidas han sido devastadas por
el conflicto armado, y más de 220 mil mujeres, hombres y niños que, para nuestra
vergüenza, han sido asesinados en esta guerra.
Las víctimas quieren la justicia, pero más que nada
quieren la verdad, y quieren –con espíritu generoso– que no haya nuevas
víctimas que sufran lo que ellas sufrieron.
Y ésta es la gran paradoja con la que me he
encontrado: mientras muchos que no han sufrido en carne propia el conflicto se
resisten a la paz, son las víctimas las más dispuestas a perdonar, a
reconciliarse, y a enfrentar el futuro con un corazón libre de odio.
Varias lecciones se pueden derivar del proceso de paz
en Colombia, que quisiera compartir con el mundo:
Hay que prepararse y asesorarse debidamente,
analizando qué falló en previos intentos de paz en el propio país, y
aprendiendo de los éxitos y fracasos de otros procesos de paz.
Hay que fijar una agenda de negociación realista y
concreta que resuelva los asuntos directamente relacionados con el conflicto, y
que no pretenda abarcar todos los problemas de la nación.
Hay que adelantar las negociaciones con discreción y
confidencialidad, para que no se conviertan en un circo mediático.
Hay que estar dispuestos a tomar decisiones difíciles,
audaces, muchas veces impopulares, para lograr el objetivo final de la paz.
También logramos algo muy importante, que fue convenir
un modelo de justicia transicional que nos permite obtener el máximo de
justicia sin sacrificar la paz.
No me cabe duda de que este modelo será uno de los
grandes legados del proceso de paz de Colombia.
Y no puedo dejar pasar la oportunidad de reiterar hoy
un llamado que he hecho al mundo desde la Cumbre de las Américas de Cartagena
en el año 2012, y que condujo a una sesión especial de la Asamblea General de
las Naciones Unidas en abril del presente año.
Me refiero a la urgente necesidad de replantear la
Guerra mundial contra las Drogas, una guerra en la que Colombia ha sido el país
que más muertos y sacrificios ha puesto.
Tenemos autoridad moral para afirmar que, luego de
décadas de lucha contra el narcotráfico, el mundo no ha logrado controlar este
flagelo que alimenta la violencia y la corrupción en toda nuestra comunidad
global.
En Colombia, también nos han inspirado las iniciativas
de Malala,
la más joven receptora del Premio Nobel, pues sabemos que solo formando las
mentes, a través de la educación, podemos transformar la realidad.
Somos el resultado de nuestros pensamientos;
pensamientos que crean nuestras palabras; palabras que crean nuestras acciones.
Por eso tenemos que cambiar desde adentro. Tenemos que
cambiar la cultura de la violencia por una cultura de paz y convivencia;
tenemos que cambiar la cultura de la exclusión por una cultura de inclusión y
tolerancia.
En un mundo en que los ciudadanos toman las decisiones
más cruciales –para ellos y para sus naciones– empujados por el miedo y la
desesperación, tenemos que hacer posible la certeza de la esperanza.
En un mundo en que las guerras y los conflictos se
alimentan por el odio y los prejuicios, tenemos que encontrar el camino del
perdón y la reconciliación.
En un mundo en que se cierran las fronteras a los
inmigrantes, se ataca a las minorías y se excluye a los diferentes, tenemos que
ser capaces de convivir con la diversidad y apreciar la forma en que enriquece
nuestras sociedades.
Nada nos diferencia en la esencia: ni el color de la
piel, ni los credos religiosos, ni las ideologías políticas, ni las
preferencias sexuales. Son apenas facetas de la rica diversidad del ser humano.
Despertemos la capacidad creadora para el bien, para
la construcción de la paz, que reside en cada alma.
Al final, somos un solo pueblo y una sola raza, de
todos los colores, de todas las creencias, de todas las preferencias.
Nuestro pueblo se llama el mundo. Y nuestra raza se
llama humanidad”.
Sí, “nuestro
pueblo” se llama el mundo. Y nuestra
raza se llama “humanidad”. Por esto
corresponde a “los pueblos”, en su conjunto, tomar en sus manos las riendas del
destino común.
1 comentario
eS VERDAD, SR. zARAGOZA, todo es posible cuando hay voluntad; los ciudadanos debemos seguir achuchando a los polÍticos que queremos PAZ, JUSTICIA, CORRECTAS RELACIONES Y UN MUNDO DIGNO....Y LLEGARÁ!!!
18 de mayo de 2017, 14:49gRACIAS POR SU NECESARIA FUERZA Y CLARIDAD.
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