Durante siglos la gente ha permanecido ausente de los escenarios del poder. Poder masculino –hoy la toma de decisiones por parte de la mujer no alcanza el 8%- acostumbrado a disponer de la vida de sus vasallos como un supuesto indiscutible. Resignados, silenciados, se les ha convocado, en el mejor de los casos, a comicios electorales. Está muy bien: soy un gran partidario –quizás por haberlo soñado tantos años- de votar siempre. Pero no basta con ser contados de vez en cuando. La democracia –lo he escrito y dicho muchas veces- consiste en contar, en ser tenido en cuenta, no sólo en ser contado.
La historia de la humanidad es una historia de sumisión, de aplicación sin paliativos del perverso refrán que dice “si quieres la paz prepara la guerra” que, lógicamente, ha originado esta retahíla interminable de batallas, confrontaciones, conflictos. La historia de la humanidad es una historia ensangrentada, llena de héroes, mártires, soldados desconocidos, madres y familias enlutadas…
Al término de las dos grandes guerras del siglo XX, se pretendió unir a las naciones en favor de la paz, del diálogo, de la solución pacífica de los conflictos. Pero lo impidieron los grandes consorcios fabricantes de armamento. Y la inercia de las clases dirigentes, para las que la gente sólo formaba parte del poder como brazo armado y no como destinatario y beneficiario de sus esfuerzos. Y, presa del miedo, la ciudadanía callaba y contemplaba los acontecimientos como algo ineluctable.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos, basada en la igual dignidad de todos, viene a “liberar a la humanidad del temor y la miseria”. Todos “libres e iguales… comportándose entre sí fraternalmente”. Era necesario com-partir, atreverse a cambiar, a llevar a efecto la gran transición desde súbditos a ciudadanos, de espectadores a actores, de una cultura de fuerza e imposición a una cultura de diálogo y conciliación.
Para ello son precisos dos supuestos: conocer la realidad para poder transformarla y atreverse, pacíficamente, a alzar la voz, a hacerse oír, a forzar la escucha.
Como escribí hace algún tiempo, “al contemplar la Tierra en su conjunto, nos damos cuenta de la grave irresponsabilidad que supuso transferir al mercado los deberes políticos que, guiados por ideales y principios éticos, podrían conducir a la gobernanza democrática. Al observar la degradación del medio ambiente –del aire, del mar, del suelo-; la uniformización progresiva de las culturas, cuya diversidad es nuestra riqueza (estar unidos por unos valores universales es nuestra fuerza); la erosión de muchos aspectos relevantes del escenario democrático que con denodados esfuerzos construimos… Parece inadmisible la ausencia de reacción de instituciones y personas, la resignación, el distraimiento de tantos”.
El silencio de los silenciados es disculpable. El de los silenciosos, no lo es. Es urgente, aprovechando la reacción emotiva de la crisis, hacerse oír tanto a escala personal como, sobre todo, institucional. La comunidad científica, académica, intelectual, creadora… no puede seguir atónita, perpleja, silente. Tiene que estar junto al poder –gobiernos, parlamentos…- y ayudar a construir el mundo democrático que a escala nacional, regional y mundial anhelamos.
Que nadie que sepa sigua callado. “La voz / que pudo ser remedio / por miedo / no fue nada…” O todavía peor: “será la muerte / de nuevo / el precio del silencio / y de la indiferencia”.
La historia de la humanidad es una historia de sumisión, de aplicación sin paliativos del perverso refrán que dice “si quieres la paz prepara la guerra” que, lógicamente, ha originado esta retahíla interminable de batallas, confrontaciones, conflictos. La historia de la humanidad es una historia ensangrentada, llena de héroes, mártires, soldados desconocidos, madres y familias enlutadas…
Al término de las dos grandes guerras del siglo XX, se pretendió unir a las naciones en favor de la paz, del diálogo, de la solución pacífica de los conflictos. Pero lo impidieron los grandes consorcios fabricantes de armamento. Y la inercia de las clases dirigentes, para las que la gente sólo formaba parte del poder como brazo armado y no como destinatario y beneficiario de sus esfuerzos. Y, presa del miedo, la ciudadanía callaba y contemplaba los acontecimientos como algo ineluctable.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos, basada en la igual dignidad de todos, viene a “liberar a la humanidad del temor y la miseria”. Todos “libres e iguales… comportándose entre sí fraternalmente”. Era necesario com-partir, atreverse a cambiar, a llevar a efecto la gran transición desde súbditos a ciudadanos, de espectadores a actores, de una cultura de fuerza e imposición a una cultura de diálogo y conciliación.
Para ello son precisos dos supuestos: conocer la realidad para poder transformarla y atreverse, pacíficamente, a alzar la voz, a hacerse oír, a forzar la escucha.
Como escribí hace algún tiempo, “al contemplar la Tierra en su conjunto, nos damos cuenta de la grave irresponsabilidad que supuso transferir al mercado los deberes políticos que, guiados por ideales y principios éticos, podrían conducir a la gobernanza democrática. Al observar la degradación del medio ambiente –del aire, del mar, del suelo-; la uniformización progresiva de las culturas, cuya diversidad es nuestra riqueza (estar unidos por unos valores universales es nuestra fuerza); la erosión de muchos aspectos relevantes del escenario democrático que con denodados esfuerzos construimos… Parece inadmisible la ausencia de reacción de instituciones y personas, la resignación, el distraimiento de tantos”.
El silencio de los silenciados es disculpable. El de los silenciosos, no lo es. Es urgente, aprovechando la reacción emotiva de la crisis, hacerse oír tanto a escala personal como, sobre todo, institucional. La comunidad científica, académica, intelectual, creadora… no puede seguir atónita, perpleja, silente. Tiene que estar junto al poder –gobiernos, parlamentos…- y ayudar a construir el mundo democrático que a escala nacional, regional y mundial anhelamos.
Que nadie que sepa sigua callado. “La voz / que pudo ser remedio / por miedo / no fue nada…” O todavía peor: “será la muerte / de nuevo / el precio del silencio / y de la indiferencia”.